Historia

A setenta y cinco años del final de la segunda guerra mundial

Julio B. Mutti
El 2 de septiembre de 1945, Japón se rindió incondicionalmente y puso fin a la conflagración más grande y sangrienta de toda la historia. Actos, días festivos, desfiles y grandes discursos resonaron en todo el mundo.

 

Durante 2020 se ha conmemorado el setenta y cinco aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. El 2 de septiembre de 1945, Japón se rindió incondicionalmente y puso fin a la conflagración más grande y sangrienta de toda la historia. Actos, días festivos, desfiles y grandes discursos resonaron en todo el mundo.

A pesar de la gran importancia de esta fecha, en países como la Argentina, que no se vieron involucrados en forma directa en el conflicto desde un comienzo, estos aniversarios pasaron algo desapercibidos. Década tras década, vamos perdiendo contacto con la insondable importancia que tuvo un guerra que cambió la historia de la humanidad para siempre, que afectó la vida cotidiana, económica y política de la nación y que dejó su marca indeleble en nuestra sociedad.

En el colegio nos enseñan acerca de la importancia y la enorme escala que tuvo aquella guerra, del siniestro fenómeno del nazismo y del desenlace final. Pero no nos enseñan, lamentablemente, sobre las infinitas implicaciones que repercutieron en nuestro país antes, durante y después de la guerra.

La Segunda Guerra Mundial no sólo se peleó en los campos de batalla; se peleó, y con enormes alcances, en política interna y exterior, diplomacia, espionaje, economía, etc. En mayor o menor medida, todo tuvo impacto en la vida de la República Argentina.

Cuando comenzó la guerra, el 1 de septiembre de 1939, Argentina estaba inmersa en la esperanza de la reconstrucción de la credibilidad política. El presidente Roberto M. Ortiz había puesto punto final al fraude electoral y la democracia parecía renacer. Pero una enfermedad traicionera lo privó de seguir ejerciendo la presidencia. Pero Castillo, el vicepresidente olvidado que asumió en su lugar, no era Ortiz; y Enrique Ruiz Guiñazú, su ministro de Relaciones Exteriores, no era Cantilo, el ministro saliente del enfermo mandatario. Lo que hoy parece un simple juego de nombres no lo fue en ese entonces. La diabetes de Ortiz cambió el destino de la Argentina para siempre. Las políticas de neutralidad a cualquier costo de Ruiz Guiñazú y Castillo, que sin dudas hubieran sido diferentes con sus antecesores, la debilidad del gobierno, el crecimiento de las facciones nacionalistas del Ejército, el fraude electoral que había vuelto, entre otras cuestiones, nos llevaron hasta de junio 1943. La aparición de Patrón Costas, anglófilo reconocido, como el candidato a presidente del oficialismo, terminó de decretar el golpe de Estado de un ejército bastante tomado por las ideas totalitarias que imperaban en Europa.  

A apenas unos pocos meses de haber comenzado, la guerra se trasladó hasta el patio trasero de Buenos Aires. Una espectacular batalla entre algunos cruceros ingleses y un moderno acorazado de bolsillo alemán se desarrolló frente a Punta del Este en diciembre de 1939. Todo el mundo estaba revolucionado y no se hablaba de otra cosa; más aún cuando el capitán alemán hundió su nave frente a Montevideo y escapó con casi todos sus hombres a Buenos Aires. El mundo entero hablaba de la Batalla del Río de la Plata.

Ante el estallido de las hostilidades, barcos llenos de argentinos deseosos de tomar las armas cruzaron el Atlántico. Conocemos muchas historias de hijos de inmigrantes de las potencias aliadas, como por ejemplo la de los famosos aviadores argentinos de la Real Fuerza Aérea que se destacaron combatiendo a Hitler. Pero por cada historia de heroísmo y aventura existen docenas de otras tristes y olvidadas. También los Volksdeutsches, argentinos de habla germana, acudieron al llamado de la patria y tomaron las armas en la guerra de todas las guerras, viajando a veces de polizones en barcos españoles y portugueses para burlar el bloqueo aliado de las rutas atlánticas.

La sociedad argentina en su mayoría era contraria a cualquier idea de totalitarismo. Más todavía lo fue después de indignarse al conocer que submarinos alemanes habían torpedeado, por error, según se supo, a barcos mercantes argentinos. Todavía estremecen los titulares de los principales diarios porteños del 21 de abril de 1942, contándole al país que un submarino había torpedeado al “Victoria” frente a Nueva York. Y qué decir de cuando el “Río Tercero” se fue a pique no muy lejos de allí, ultimado por el U-202 ¿Otro error? Lo cierto es que esta vez había costado la vida a cinco jóvenes marineros argentinos.

            Cuando Brasil declaró la guerra al Eje, en agosto de 1942, Argentina pasó a ser el centro neurálgico del espionaje alemán en Sudamérica. El último puente de la Alemania nazi con Occidente. Desde ese momento, la realidad pareció superar a la ficción: Desembarcos clandestinos en Mar del Plata, tráfico de divisas y drogas en el mercado negro, cacería de agentes, estancias secretas, contrabando de materiales escasos hacia Alemania, influencias políticas y económicas y una red clandestina de radiotelegrafía tan extendida por el país que llegó a ser la más grande fuera del Reich o los países ocupados. Argentina era un campo de batalla donde espías aliados y del Eje peleaban una batalla formidable e invertían enormes sumas de dinero; una batalla que sólo cesó con la postrera y casi ridícula declaración de guerra argentina, dos meses antes del final. Sólo en un país como Argentina, donde se dejó actuar a ciertos elementos del nazismo, esto pudo ser posible. 

            El 2 de septiembre de 1945, a bordo del USS Missouri, anclado en la Bahía de Tokio, tuvo lugar la rendición formal de Japón. Pocas semanas antes, la guerra había puesto a la Argentina en boca de todo el mundo de nuevo. Con Alemania ya vencida, en julio y agosto de 1945, dos submarinos alemanes aparecieron en Mar del Plata sin previo aviso. Escapaban de la derrota y de la humillación, y, sin saberlo, traían a bordo a uno de los mitos más mentados del final de la guerra.

            Mientras el mundo conocía el horror de los campos de exterminio nazis, en los años siguientes Argentina permitió que entre los miles de nuevos inmigrantes alemanes llegaran alrededor de doscientos cincuenta criminales de guerra nazis que habían cometido crímenes indecibles, especialmente contra los judíos. No sólo permitió su ingreso, sino que muchas veces los protegió, les dio empleo y les permitió vivir con su propio nombre. Adolf Eichmann fue el más famoso de ellos, pero hubo muchos otros; parte de un oscuro pasado de nuestro país, que nunca fue debidamente explicado por los responsable.