Revista Institucional - Junio 2020

Historia

Manuel Belgrano: el prócer y el hombre

Luis Alberto Romero
La consagración de Belgrano como prócer fue muy rápida, mucho antes de que el Estado y la opinión se propusieran, de manera sistemática, construir un panteón de próceres

 

1 - El padre de la patria

El lugar de los padres fundadores en la construcción de la nación argentina

Toda patria tiene un padre fundador. En tiempos del emperador Augusto, el poeta romano Virgilio adjudicó esa paternidad a Rómulo, y por extensión a su antecesor Eneas y a la diosa Venus, su madre. Luego de ochocientos años de existencia, Roma tuvo un origen digno de su destino.

En el siglo XIX surgieron en Hispanoamérica nuevas naciones, producto de la disgregación del Imperio español. Cada una debió decidir sobre su origen y sobre la paternidad. Entre nosotros, la concluyente respuesta de Bartolomé Mitre sigue siendo aceptable hoy: la nación surgió a la vida con la Revolución de Mayo y sus padres fueron Manuel Belgrano y José de San Martín. [CB1] 

Los historiadores somos más detallistas. Los nacimientos no provienen de un hecho sino de un proceso, que no es lineal. En 1810, un fragmento disgregado del imperio español comenzó a existir como la continuidad del Virreinato rioplatense; solo llegaría a ser la “nueva y gloriosa nación”, proclamada en el Himno, luego de décadas de conflictiva definición de jurisdicciones, identidades y regímenes políticos. En medio de las guerras civiles, ese proceso fue desenvolviéndose hasta 1853, cuando pudo afianzarse un Estado sustentado en una Constitución; sin embargo, ese Estado necesitó tres décadas más para alcanzar dos condiciones básicas: la definición de su territorio y el monopolio del uso de la fuerza legítima.

En cuanto a la idea de “Argentina” como nación, es decir como una identidad compartida por sus habitantes, solo comenzó a esbozarse cuando Esteban Echeverría y el grupo de la “Generación de 1837” postuló en su Credo que Mayo había sido el momento fundador de una unidad que debía recuperarse. Si bien Mitre sentó un jalón sobre el concepto de nación argentina, con sus biografías de Belgrano y San Martín, publicadas entre 1857 y 1890, la definición de la nacionalidad, la argentinidad, sigue siendo una cuestión abierta.

Esa definición tiene un sólido punto de origen en dos grandes referentes, diferentes entre sí y unánimemente aceptados. Esa tarea fue la última que le tocó cumplir a Belgrano y a San Martín y, junto a ellos, a un cortejo de próceres de envergadura algo menor pero merecedores del mismo reconocimiento.

Los tiempos en que los fundadores fueron hombres

Hoy usualmente los vemos en el bronce, desde donde ellos mismos nos miran. Pero hubo una época en que eran humanos. Fueron los confusos años entre 1806 y 1820, los de la revolución y la guerra, como los caracterizó Tulio Halperin Donghi. Lo que hoy nos parece un trayecto lineal e inevitable fue para los contemporáneos un período incierto y complejo, en el que valían múltiples diagnósticos y se formularon tácticas diferentes y hasta estrategias contrapuestas. Sus protagonistas transitaron esos años casi a ciegas, apenas intuyendo el camino, pero con una certeza: el final era la gloria o la muerte, frente a un pelotón de fusilamiento.

Revolución y guerra crearon una situación inédita, que planteó nuevas tareas y demandó asumir nuevos papeles, para los que la preparación previa era escasa. En primer lugar, las tareas políticas, para las que se necesitaba patriotismo y capacidades. Nadie mejor que la gente letrada -abogados, sacerdotes- o los comerciantes. De allí surgió la primera camada de patriotas: Moreno, Castelli, Saavedra, Paso, Larrea…, y entre ellos Manuel Belgrano.

Pero las tareas más urgentes eran las militares. Muchos se sintieron atraídos por la aventura y la posibilidad de descollar, siguiendo el ejemplo del “pequeño cabo”, por entonces emperador de Francia. Otros creyeron simplemente que era su deber, como Belgrano. En ese grupo de militares noveles sobraba coraje pero faltaban los conocimientos técnicos, por lo que se convocó al país a soldados veteranos de las guerras europeas. Entre ellos llegó al Plata un profesional capacitado y curtido, y además un patriota americano: José de San Martín.

Consagración de dos padres

Mitre unió a ambos y los consagró como padres de una patria que él mismo comenzó a explicitar, o como dicen hoy los lingüistas, a “inventar”. En 1857, cuando en el Estado de Buenos Aires la memoria del pasado estaba dividida por viejas y nuevas querellas, escribió una biografía de Belgrano que tuvo éxito. Entonces inició una investigación más sistemática -que lo revelaría como historiador eximio- que culminó con su monumental Vida de Belgrano y de la Independencia argentina, publicada en 1877, y con una versión ampliada diez años después. Enlazando la vida del prócer con el surgimiento de la Argentina, se propuso demostrar la existencia de “la nación preexistente”, en la que se legitimaba el Estado que por entonces él mismo trataba de construir. Al identificarlo, de manera irrefutable, como el creador de la Bandera, lo asoció indisolublemente con el símbolo patrio más preciado. Su libro es, en ese sentido, una virtuosa “invención” política, pero también es la sólida y erudita obra de un gran historiador, escrita con la convicción de Michelet y con una prosa que no envidia a Gibbon.

Para Mitre, Belgrano fue el sujeto agente de esta gesta. Hacia 1880 comenzó su segunda obra monumental, San Martín y la Independencia sudamericana, que publicó en 1887 y, en versión definitiva, en 1890. Allí el prócer fue el agente de una obra emancipadora de escala continental.  Mitre conservó la objetividad y la distancia respecto de sus biografiados, a quienes estaba incorporando -lo sabía- a lo más alto de nuestro panteón. Lo que puede haber perdido en solemnidad lo ganó, con creces, en credibilidad. De San Martín elogió sin retaceos su capacidad profesional, pero señaló la cortedad de su visión política y la enorme distancia que lo separaba del genial Bolivar, quien además de ser experto militar tenía un talento político deslumbrante.

Mitre compartía el cariño espontáneo de los porteños -y no solo ellos- por Belgrano. No obstante, no vaciló en señalar que “no era un general del genio de San Martín”. Era “el tipo ideal del héroe modesto de las democracias, que no deslumbra”. Lo comparó con Guillermo Tell y Abraham Lincoln, quienes “en representación de los buenos y de los humildes… han sido aclamados grandes, con el aplauso de la conciencia humana y de la moral universal”.

La consagración de Belgrano como prócer fue muy rápida, mucho antes de que el Estado y la opinión se propusieran, de manera sistemática, construir un panteón de próceres[CB2] . En 1820, en medio de la crisis política, su muerte pasó desapercibida en Buenos Aires. Fue enterrado, muy modestamente, en el panteón familiar en el monasterio de Santo Domingo. Pero al año siguiente, con la provincia de Buenos Aires en orden, gobernada por Martín Rodríguez y su ministro Rivadavia, se organizó un gran funeral cívico en la Catedral, con las honras correspondientes a un Capitán General.

Daniel Balmaceda (1) reconstruyó con detalle el evento. Su cuerpo fue momentáneamente trasladado a la Catedral, en un vistoso catafalco construido por el arquitecto P. Catelin. Asistieron las altas autoridades civiles y militares, personalidades destacadas y una multitud que se reunió en la Plaza de la Victoria, ante los regimientos formados, mientras las salvas de cañones resonaban regularmente. La oración fúnebre fue pronunciada por el canónigo Valentín Gómez; no había conocido a Belgrano y trazó un cuadro ecuánime de sus méritos y servicios a la patria, piedra inicial en la configuración de su figura pública. En esa línea, Vicente López y Planes leyó una oda con un  final que anticipaba el juicio de la historia: “Imitando a Belgrano nos salvamos”. Ese día el gobierno decidió poner su nombre a la calle de su casa y a un pueblo, que recién se fundó en 1855 y que hoy es un barrio de Buenos Aires.

Al año siguiente hubo otra jornada conmemorativa. En un gran banquete, que reunió a quienes lo habían conocido, Rivadavia pronunció un recordado discurso -que no se conservó- haciendo el elogio de su compañero en la aventura de la Revolución. Luego, muchos de los presentes recordaron momentos y acontecimiento de la vida del hombre, respetado y querido, que ya se estaba convirtiendo en prócer.

Las décadas siguientes fueron turbulentas y el tema del panteón de héroes no estuvo entre las prioridades gubernamentales. El impulso de consagración de Belgrano se retomó en 1858, cuando Mitre publicó la primera versión de su biografía. En 1861 Juan Chassaing, que luchó junto a Mitre en Pavón, en su poema Mi Bandera la llama “la enseña que Belgrano nos legó”, afirmando una paternidad que veinte años antes Juan María Gutiérrez había atribuido a “nuestros gigantes padres”. En 1873, al fin de la presidencia de Sarmiento, se inauguró su estatua ecuestre, costeada con el entusiasta apoyo del pueblo y las asociaciones civiles de la ciudad. La obra del conocido artista A. Carrier-Belleuse se instaló en un lugar privilegiado: la plaza del Fuerte, frente a lo que hoy es la Casa de Gobierno. En 1902 se inauguró su Mausoleo, en el atrio de la iglesia de Santo Domingo, costeado otra vez con el aporte, entusiasta y cariñoso, de los vecinos de Buenos Aires. El cálido recuerdo inicial había desembocado, sin solución de continuidad, con el homenaje cívico a quien ya era considerado uno de los padres de la patria. El camino de San Martín fue diferente. Vivió solo cinco años en el Río de la Plata -más en Mendoza que en Buenos Aires-, y lo más significativo de su carrera se desarrolló en Chile y Perú. Aunque sus hazañas eran admiradas, se sabía poco de su persona, al punto que su muerte -que inmediatamente suscitó homenajes en Lima y Santiago de Chile- solo mereció un recordatorio formal del gobierno de Rosas, a quien San Martín había ofrecido sus servicios en 1839, un hecho que el Restaurador parece haber valorado menos que sus apologetas del siglo XX.

Durante su larga residencia en Europa San Martín se había mantenido alejado de los asuntos del Plata y solo ocasionalmente conversó con algunos rioplatenses, como Alberdi y Sarmiento, que aportaron a la construcción de su imagen. A la vez, se ocupó de dar forma a su legado histórico, ordenando y seleccionando documentos relativos a su trayectoria, controvertida en Lima pero no discutida en el Río de la Plata.

En 1862 el Estado nacional, presidido por Mitre, dio un paso importante para la recuperación de su figura para la Argentina. Ese año se inauguró su célebre estatua ecuestre, realizada por el escultor L-J. Daumàs e instalada en la barranca de Retiro, que por entonces era un arrabal. Con el tiempo, a medida que cobraban cuerpo las políticas de afirmación de la unidad nacional en torno del Estado, se instalaron réplicas de esa estatua en todas las capitales provinciales, en cada caso con un basamento diferente.

En 1878, en ocasión del centenario de su nacimiento, el 25 de febrero fue declarado feriado nacional. Ya había comenzado el largo proceso de la repatriación de sus restos, que culminó en 1880, cuando fueron depositados en el mausoleo construido en la Catedral. El discurso de recepción fue pronunciado por el ex presidente Domingo F. Sarmiento. Pocos años después, Bartolomé Mitre -presente en el acto- publicó la primera versión de la Vida de San Martín.

La memoria y sus avatares

Por entonces estaba en su apogeo la “reacción del espíritu público” que estudio Lilia Ana Bertoni (2): la recuperación de la memoria de toda la gesta de la Independencia y el homenaje a sus protagonistas, particularmente los guerreros. Se les rindió homenaje cuándo morían, se conmemoró el centenario de su nacimiento, se repatriaron los restos de muchos muertos en el exterior y se alzaron estatuas. También se crearon nuevos héroes, más simbólicos que reales, como “el tambor de Tacuarí”, las “niñas de Ayohuma” o “Falucho”, que señalaba la importante participación de los hombres de color en la lucha emancipadora. 

La creación de un  pasado común para los criollos, más identificados con su provincia que con la nación, y para los nuevos argentinos, los inmigrantes llegados en aluvión, fue parte de las políticas de nacionalización impulsadas por el Estado y fogoneadas por los intelectuales. El impulso se cruzó con la memoria viva de la sociedad, donde mucha gente recordaba cuál había sido el desempeño de los nuevos próceres en los años siguientes a 1820, cuando cada uno de ellos formó parte de alguna facción o bandería, y fue responsable de algún hecho juzgado duramente por los descendientes de sus víctimas.

Casual o deliberadamente, la estatua del gobernador Dorrego, fusilado en 1828, se alzó apenas a cinco cuadras de la del general Lavalle, quien lo había condenado a tan triste destino. Ambos habían sido soldados destacados en las guerras de la independencia. 1820 fue el límite entre el pasado glorioso compartido y un pasado cercano cuyas heridas tardaron en cerrarse. En 1820 San Martín ya estaba en Perú y Belgrano murió. Ambos quedaron como los próceres indiscutidos de la nación, los padres fundadores.

La figura de Belgrano transcurrió el siglo XX sin mayores sobresaltos. Su figura fue asociándose con la de la Bandera, sacralizada con el nuevo culto a la Nación. En 1938 se declaró que el 20 de junio sería feriado nacional, conmemorando a la vez a la bandera y a su creador. Desde 1945, todos los alumnos cantaron al comenzar sus clases “Aurora”, la canción a la bandera escrita en italiano para una ópera estrenada en 1906,  traducida de un modo casi estrambótico. No menciona a Belgrano, pero podría decirse que su presencia estaba implícita.

La trayectoria de la imagen sanmartiniana tuvo sus avatares. La política de nacionalización fue derivando, a medida que avanzaba el siglo XX, en un nacionalismo más duro, que invocaba una patria esencial, homogénea y unida en su origen y en su destino y simbolizada por su bandera. De esa idea de la unidad de origen se derivó a la figura de un único padre de la patria, alguien que pertenecía a un estamento distinto al de sus acompañantes y colaboradores. Por ese camino, a lo largo del siglo XX San Martín pasó de prócer a padre fundador, un paso por delante de Belgrano, y lo que tenía de personal y humano quedó escondido por el bronce.

Pero los unanimismos no generan concordia sino duras disputas por la propiedad de los referentes preciados, convertidos en botín de las luchas ideológicas. Eso ocurrió con la imagen de San Martín. Ricardo Rojas, eminente escritor y prohombre del radicalismo, hizo de él un héroe místico y laico. El Ejército lo convirtió en “el señor de la guerra”, según reza el himno compuesto por Luzzatti y Argañaraz en 1906. También se nota allí la mano de la Iglesia, en plena afirmación de su lugar en la nacionalidad: “por secreto designio de Dios” En 1932 definió su perfil militar y cristiano José Pacífico Otero, biógrafo y primer presidente del Instituto Nacional Sanmartiniano, dedicado a construir y custodiar la figura del general San Martín. En 1950, con motivo del centenario de su muerte, el gobierno presidido por el general Perón conmemoró la muerte de “El Libertador”, el único, que anticipaba la figura del líder único de entonces. Prócer indiscutido, fue colocado a la cabeza de las más variadas líneas ideológicas, que culminaban en Perón o en el Ché Guevara.

Desde 1983, estas versiones totalizantes o totalitarias perdieron prestigio y circularon otras, más atentas a los hombres de carne y hueso, sus diferencias y su ejemplaridad peculiar. Bajo el bronce, comenzó a aparecer el San Martín hombre de su tiempo. También se elevó la estima de quien nunca encajó bien en el bronce y que se encontraba más cómodo en un espacio entre lo militar y lo civil. Hoy me parece que ambos próceres están a la par, y comparten la paternidad de la patria.

 

 

 

2 - Nuestro Belgrano

Creo que los historiadores le hacen un gran servicio a la patria y a la construcción de un pasado común cuando exploran la dimensión humana de los próceres y lo hacen de la manera correcta, con respeto y sin inhibiciones. Quienes están más interesados en vender libros que en comprender el pasado suelen seguir alguno de los dos caminos incorrectos: o se dedican a demoler al prócer, convirtiéndolo en un villano -su víctima preferida es Sarmiento- o se dedican a explorar sus intimidades con el espíritu de periodistas faranduleros. Hay un camino distinto, que recorren los buenos historiadores: tratarlo como un hombre -dicho genéricamente-, con todo lo que ello implica,  y explicar sus circunstancias. Juzgar menos y comprender más.

Como la mayoría de los argentinos, quiero mucho a Belgrano. Lo quiero como un amigo, sin idealizarlo, sin dejar de advertir sus peculiaridades. A San Martín lo respeto mucho, pero -como le sucedió a mucho de sus contemporáneos- nunca pude superar la distancia que pusieron, primero él mismo y luego el bronce con que se lo cubrió. Me gustaría llegar a conocerlo más.

Fueron próceres diferentes. Diría que ambos caben en la muy antigua contraposición del erizo y el zorro: uno hace una sola cosa, de manera excelente; el otro hace muchas, y siempre sale del paso.

San Martín fue maestro en lo suyo, y pudo hacerlo cuando y donde debía. Belgrano hizo muchas cosas en su vida, quizá medianamente bien, aunque nunca lo suficientemente bien como para colmar sus propias expectativas. Al menos, eso es lo que nos dice en su desencantado fragmento autobiográfico de 1814. Hoy podemos ser más indulgentes y ver un Belgrano viviendo intensamente los años de revolución, en los que las circunstancias cambian rápidamente. Formó parte del grupo de hombres que abandonaron sus tareas normales, su plan de vida, para sumergirse en el torrente y tratar de conducir a sus compatriotas a lugar seguro. Como el zorro, se adaptó a las circunstancias, y en cada caso dio lo mejor de sí mismo.

De España al Plata

En un recordado dictum Ortega y Gasset sostuvo “Yo soy yo y mis circunstancias”. ¿Cuáles fueron las circunstancias de Belgrano? La primera fue su familia. Tulio Halperin Donghi ha hecho un magistral análisis de esta relación que, en su opinión, fue decisiva en la vida del prócer. (3) Su padre, Domenico Belgrano Peri, nacido en una pequeña ciudad de Liguria, era parte de una famiglia mercante de las que en siglos anteriores hicieron la gloria de la Serenísima República de Génova. Como otras familias similares, creció desplegando a sus parientes por el mundo.

Domenico fue primero asignado a España, gran socia de la Serenísima, y luego a Buenos Aires, a donde llegó en 1753. Eran tiempos de monopolio comercial formal y contrabando controlado, un negocio que requería la complicidad de las autoridades y que Domenico dominaba muy bien, al punto que llegó a poseer una de las más grandes fortunas de la todavía modesta ciudad. 

Domenico castellanizó su nombre -Domingo Belgrano y Pérez-, se adscribió a la orden de Santo Domingo -de la que su hijo Domingo llegaría a ser prior-, y se casó en 1757 con Juana González Casero, una criolla de abolengo, con la que tuvo cuatro hijas mujeres y ocho varones. Juana fue su socia en el manejo de la familia y los negocios, dos cosas difíciles de separar en una famiglia mercante. Las mujeres fueron casadas con comerciantes de España o del Alto Perú. De los varones, uno fue destinado a la iglesia, tres a las armas y tres al comercio.

Manuel estaba destinado a manejar los negocios de la familia, y a los dieciséis años viajó a España para adquirir el arte della mercatura y sobre todo para conocer a los funcionarios adecuados para los negocios familiares. Llegó a España en 1786; dos años después su padre sufrió un serio traspié: acusado de estafar al fisco fue puesto en prisión y sus bienes fueron confiscados. En 1791, un cambio ministerial en España modificó la situación de los funcionarios locales, y finalmente Domenico fue liberado y recuperó sus bienes. Quedó pendiente un largo juicio en España, del que debía ocuparse Manuel.

Lo hizo bastante bien, pues había aprendido el poco edificante arte de seducir funcionarios. Pero en el ínterin decidió que los negocios no eran lo suyo y que estudiaría leyes. Fue todo un cambio de planes para la familia, que sin embargo lo respaldó, ilusionada con el prestigio que le aportarían las borlas doctorales. Su hermano Francisco se preparó para encargarse de los negocios y Manuel estudió en Salamanca y Valladolid. Obtuvo los grados de bachiller y de licenciado, pero decidió que no optaría por el de doctor -cuatro años adicionales- aduciendo que no se justificaba el sacrifico del dinero familiar y del tiempo propio.

¿En qué quería invertir su tiempo? Por entonces hubo un nuevo cambio de planes, cuyo prospecto volvió a ilusionar a sus padres. En España eran tiempos buenos para los funcionarios estatales reformistas, capaces de impulsar la modernización de la arcaica monarquía. Belgrano conocía a muchos de los entonces influyentes, y tenía llegada con el conde de Floridablanca. Se imaginó funcionario, quizá diplomático. A la vez, se había embarcado en el estudio de la economía política, de la mano de Quesnay, Filangieri y otros fisiócratas, y de la política en general, con Montesquieu y Rousseau.

En ese punto, el ministro Gardoqui le propuso ser Secretario del Consulado que se abría en Buenos Aires. Manuel vio allí la posibilidad de aprovechar la autoridad que le confería la monarquía ilustrada para impulsar en su tierra las transformaciones que llenaban su cabeza. Sus padres, perdidas las ilusiones de las borlas doctorales, encontraron una compensación en la presencia de un hijo en un lugar del Estado ligado a sus actividades, y celebraron la conversión de Belgrano en funcionario y, a la vez, hombre de ideas ilustradas.

Belgrano fue secretario del Consulado entre 1794 y 1810. Sus expectativas iniciales se fueron desflecando al constatar la falta de eco entre los miembros de la Junta designados por la Corona, todos comerciantes establecidos -uno de ellos era su padre-, duchos en el arte del monopolio, matizado desde 1778 por el Reglamento de Comercio Libre, y sobre todo de los privilegios y exenciones conseguidos de autoridades complacientes y corruptas. Les interesaron poco los grandes proyectos de Belgrano que, no sin razón, consideraban costosos y de éxito dudoso, cuando no impracticables. En su Autobiografía de 1814, viéndolos ya con los ojos del curtido revolucionario, así los caracteriza: “nada sabían más que su comercio monopolista, a saber: comprar por cuatro para vender por ocho”.

Dos de sus proyectos tuvieron existencia, aunque breve. Una escuela de Dibujo, que casi no llegó a nacer, y una de Náutica, que dirigió Pedro Cerviño y estaba más adecuada a la realidad. O al menos a las necesidades de un grupo de comerciantes porteños emprendedores que, aprovechando las circunstancias excepcionales creadas por la guerra europea, se aventuraron con sus navíos hasta distintos mercados de un mundo colonial distanciado de sus metrópolis. El más exitoso de ellos, Tomás Antonio Romero, protegió la escuela en la que se formarían “los pilotos que el país necesita”, pero el grueso de los comerciantes de la plaza, indignados por los privilegios concedidos a Romero, lograron finalmente que desde España se ordenara el cierre de la escuela.

Pese a todo, se mantuvo en el cargo durante dieciséis años -una eternidad- en los que además padeció una dolorosa enfermedad, quizá porque después de la muerte de su padre, en 1795, y de su madre, en 1799, la Casa Belgrano dejó de ser el refugio seguro para quienes no tuvieran empleo. De todos sus proyectos personales, solo uno quedaba en pie: destacarse en el mundo de las ideas, al que la Ilustración daba brillo y buen tono, y hablar a la opinión pública que incipientemente se estaba formando en el Plata. “En nombre del bien público -dice en 1814- pasé mi tiempo en igual destino, haciendo esfuerzos impotentes a favor del bien público”. Desde 1796 publicó una serie de Memorias anuales, que fueron el vehículo para expresar sus ideas, inspiradas en Quesnay, luego volcadas en los periódicos que, desde 1802, comenzaron a publicarse en Buenos Aires.

En esos trabajos afirmó que la felicidad material y moral de los pueblos se fundaba en la agricultura, y propuso una serie de iniciativas que, curiosamente, tenían poco que ver con las condiciones y problemas específicos de los agricultores rioplatenses, muy conocidos en cambio por Manuel de Lavardén o Hipólito Vieytes. Tampoco le interesó la explotación ganadera y la exportación de cueros, incipiente por entonces pero que en un futuro cercano sería la base de la prosperidad de Buenos Aires, y que Mariano Moreno -quien no era experto en cuestiones económicas- supo exponer con precisión en la Representación de los Hacendados.

Belgrano tuvo en vida una escasa gratificación como hombre de ideas, pero se aseguró un lugar en la posteridad, que lo colocó en el lugar del precursor de las grandes transformaciones de finales del siglo XIX.

En abril de 1810 renunció al Consulado, al que ya prestaba poca atención. Por entonces, muertos sus padres, le tocó a sus hermanos Francisco y Joaquín perpetuar, por un tiempo al menos, los logros familiares en el terreno del comercio. Para Belgrano, comenzaba la era de la revolución y la guerra.

El militar

El pasaje del funcionario ilustrado al militar revolucionario fue gradual, al igual que el de todos los que se sumaron a “la carrera de la revolución”. El funcionario de la monarquía ilustrada se desilusionó primero de los magros resultados  de sus “esfuerzos impotentes a favor del bien público”. Si bien ya había percibido que el tiempo de las ideas solas estaba concluyendo, todavía en 1810 publicó artículos en El Correo de Comercio, defendiendo los principios fisiocráticos de la libertad de comerciar.

Desde 1806 muchos comenzaron a buscar salidas ante lo que consideraban inevitable derrumbe del Imperio hispano. Quizá la emancipación total estuviera en su horizonte, pero la idea de legitimidad real seguía arraigada en el común, y era necesario seguir un camino indirecto. Belgrano se sumó al grupo de quienes entraron en contacto con la princesa Carlota Joaquina, hermana de Fernando VII y esposa del rey de Portugal residente en Río de Janeiro. En 1810, cuando los acontecimientos se precipitaron, Belgrano estuvo en el núcleo dirigente, junto con su primo Juan José Castelli y Mariano Moreno, a quien comenzaba a admirar. A nadie extrañó que integrara la Primera Junta.

Como a muchos por entonces, las invasiones inglesas y la formación de milicias urbanas lo acercaron a la vida militar. Así comenzó lo que en definitiva fue el giro más importante en la vida de Manuel Belgrano. Hizo sus primeros palotes como oficial de milicias. Consciente de que no sabía nada del arte militar, declaró su respeto a los profesionales, de rango alto o bajo, e hizo un enorme esfuerzo para aprenderlo todo. Entre los nuevos oficiales, algunos descollaron por su ímpetu y arrojo; Belgrano sobresalió en primer lugar por sus dotes didácticas, su capacidad para convertir reclutas novatos en soldados medianamente preparados.

La guerra revolucionaria, que comenzó apenas se instaló la Primera Junta, necesitaba jefes políticamente confiables tanto o más que militares capaces. Así, mientras Castelli fue enviado como comisionado político de la expedición al Norte, a Belgrano, con más experiencia castrense, se lo designó general a cargo de la columna expedicionaria al Paraguay. Así entró, por lo alto, en la vida militar, que sería desde entonces y hasta su muerte su trabajo principal y su mayor servicio a la revolución. [CB3] 

¿Hasta qué punto tenía los talentos necesarios para asumir tamaña responsabilidad? Si las cosas hubieran seguido un cauce más o menos normal y la supervivencia de la revolución no hubiera estado en juego en cada batalla, es posible que en el balance de su carrera militar hubieran pesado sobre todo sus cualidades de organizador y de inspirador, que eran grandes. Pero tal como se desarrolló, siempre dejó un flanco descubierto para la crítica: de sus contemporáneos, cuando fracasaba, y de quienes decidieron consagrar su vida a la profesión militar y miraban con cierta superioridad a quien, por su personalidad y sobre todo por su voz, no parecía destinado a mandar hombres.

Otra forma de trazar un balance es contrastar sus expectativas iniciales con su perspectiva posterior, ya plasmada en 1814, cuando da inicio a su autobiografía. En 1810 el mundo estaba conmovido por el ejemplo de Napoleón, el “pequeño corso” que había llegado a emperador, o el de cualquiera de sus mariscales y generales, que ganaban sus lauros en el campo de batalla. Al dar por terminada su carrera de funcionario y de hombre de ideas, depositó todas sus ilusiones en su nueva carrera militar, combinando las esperanzas colectivas de “una nueva y gloriosa nación” que se levantaba “a la faz de la tierra” con las que vislumbraba para su persona.

Mientras marchaba hacia el Paraguay le aseguraba a “su amado Moreno” que no quedaría allí “ni un fusil ni un hombre un hombre malo”. Una vez concluida esa misión, rápidamente, prometía: “mi rapidez… será como la del rayo, para reducir a la nada, si es posible, a los insurgentes de Montevideo”. No satisfecho, ofrecía enviar desde Asunción -donde ya se habría instalado- “alguna gente de socorro” que ayudara a Castelli en el Alto Perú. “No se ría V., que todo puede hacerse”. Es cierto que escribía en confianza a su amigo, a las cuatro de la madrugada. Pero es difícil no sonreír ante la idea de un cuerpo militar que -simplemente- atravesara el Chaco paraguayo para dar el golpe definitivo en el Alto Perú.

En ese momento de ilusión, el hombre de ideas pudo ser finalmente el reformador iluminado. Con convicción, se ocupó de imponer la disciplina en la tropa que comandaba y no vaciló en recurrir al fusilamiento como castigo y escarmiento, algo que no había aprendido de Quesnay sino de la experiencia revolucionaria francesa. A su paso por las Misiones dictó un reglamento para reorganizar completamente la vida, la sociedad y las costumbres de los pueblos misioneros, introduciendo las ideas de orden y jerarquía. Con las mismas ideas organizó las escuelas que fundó -con el premio recibido por la victoria de Salta-, estableciendo un singular reglamento en el que la valoración del mérito convivía con un sistema de jerarquías que culmina en “el Maestro” -algo así como “el Filósofo”- y por encima de él “el Fundador”, tutelando a perpetuidad su creación. Ideas poco prácticas quizá, que sirvieron de poco en su presente pero alimentaron el pensamiento de los reformadores de tiempos posteriores, que han ubicado a Belgrano como el precursor de varias de las disciplinas morales.

¿Cómo fue su performance como general entre 1810 y 1814, cuando abandonó el mando del Ejército del Norte? Medida en resultados, no fue malo, pero sí mediocre: tres batallas perdidas y dos ganadas, y ninguno de los objetivos finales logrado, pues ni el Alto Perú ni el Paraguay quedaron en la órbita del gobierno rioplatense. Visto más en detalle, las cosas son un poco más matizadas. Las perspectivas de éxito del improvisado ejército del Paraguay eran nulas, a menos que los apoyos locales fueran fuertes, algo en lo que fueron muchos -y no solo Belgrano- quienes se equivocaron. Las posibilidades de hacer pie en el Alto Perú eran mínimas, como lo demostró la experiencia y confirmó el juicio de San Martín.

De las dos batallas en la que fue vencedor, la de Tucumán, verdaderamente decisiva, se ganó de modo inesperado y por la convergencia de circunstancias aleatorias. La de Salta, en cambio, fue conducida muy eficazmente, y constituyó quizás el mayor logro militar de Belgrano. En cuanto a las catastróficas derrotas que siguieron, hubo muchos que cargaron la responsabilidad en el jefe, y es posible que haya parte de razón. Pero en Ayohuma, ante el general Pezuela, un profesional español tan experto como imaginativo y audaz, los límites de las capacidades del bisoño general porteño quedaron en evidencia.

Estos balances siempre serán tema de discusión, y no tengo autoridad para intentar laudarlos. Pero para este caso me importa el balance que el propio Belgrano hizo de sus ilusiones iniciales. En 1813, en Jujuy, presionado por el Directorio para avanzar y liquidar a los realistas -él creía que debía esperar los prometidos refuerzos y mejorar la preparación de su tropa- escribió sobre su “deseo de concluir cuanto antes con la comisión que me inviste y que me es extremadamente odiosa, y que no hay instante que no ansíe verme libre de ella”.

No estaba conforme con los soldados, a cuya formación dedicó lo mejor de sus energías. Había iniciado la aventura revolucionaria conmovido por las ideas de libertad, igualdad y fraternidad[CB4] , y con una fe roussoneana en las bondades de los hombres en general, y en la capacidad de la educación para hacer aflorar sus cualidades. La guerra arrasó con ese optimismo, al menos respecto de los hombres de carne y hueso que trataba.

En 1814, mientras espera a San Martín para liberarse de la carga del mando, lo previene sobre el estado de su ejército. Refiriéndose a los regimientos de libertos, negros y mulatos, le dice: “son una canalla que tiene tanto de cobarde como de sanguinaria”. Particularmente, lo hartaban sus oficiales: carecen de patriotismo, de conocimientos y pericia militar-decía. Les sobra en cambio cobardía y “una soberbia consiguiente a su ignorancia”. Y concluye, ya lejos de Rousseau: “Solo me consuela que vienen oficiales blancos, o lo que llamamos españoles, con los cuáles acaso hagan algo de provecho...”.

El hombre de estado

Belgrano estableció una relación muy buena con San Martín. Lo acompañó unos meses, hasta que en febrero de 1814 marchó a Buenos Aires, donde poco después le asignaron la misión de viajar a Europa, integrando una misión diplomática junto con Bernardino Rivadavia. Pasó unos meses en Río de Janeiro -uno de los centros de la política regional- y en Londres, por donde circulaba toda la información del mundo post napoleónico. La misión diplomática, cuyo propósito era encontrar una salida política a la encrucijada rioplatense, incluyendo una reconciliación con España, no tuvo de momento mayores resultados.

Para Belgrano fue la ocasión de asomarse nuevamente al mundo que había sido familiar para él hasta 1794, y constatar la magnitud de los cambios acaecidos en veinte años. Advirtió la potencia de la Restauración, no solo de Fernando VII en España sino del principio monárquico en general. En su mente cobró cuerpo la idea de que, para que un estado fuera admitido en ese mundo, era necesario un gobierno que le garantizara al resto el orden y la legitimidad. En los términos de la Europa restaurada, esto equivalía a una monarquía. En suma, el carlotista de 1808, el  republicano de 1810, viendo el estado del mundo en 1815 aceptó la necesidad de la monarquía.

A su regreso, Belgrano tuvo una aparición destacada en el debate político de la hora: la cuestión de la independencia y del régimen de gobierno. En el Río de la Plata, y particularmente en el Congreso reunido en Tucumán, se discutía la posibilidad de declarar una independencia que de hecho ya se había dado, y también la forma de gobierno a adoptarse, que asegurara la legitimidad interior para un gobierno que debía establecer urgentemente el orden.

Pueyrredón, flamante Director supremo, invitó a Belgrano a hablar ante los congresales, el 6 de julio de 1816. No hay registros de lo que dijo, pero abundan los testimonios acerca de su emotividad y convicción. Diríase, a juzgar por lo que siguió en su vida, que fue su canto del cisne. Trazó un panorama  convincente de los peligros de la situación mundial, explicó que había poco que esperar del nuevo orden, salvo la llegada de un ejército español para concluir a degüello con los insurgentes. La independencia era la única opción.

Sobre la forma de gobierno, imaginó una que combinara las ideas del mundo acerca de la monarquía, en su versión constitucional, y el visceral rechazo local a cualquier candidato que oliera a godo, como el infante Francisco de Paula, a quien los diplomáticos habían sondeado. Cabe recordar que los límites de lo que hoy llamamos la Argentina no estaban definidos, y se confiaba en sumar al menos una parte del Perú. La suma de todo esto consistió en una formula sorprendente: coronar a un descendiente de los incas, que reinaría desde Cuzco, compartiendo el poder con un Congreso electo.

Casi nadie se entusiasmó con la idea, no solo por los problemas específicos que traería si se aplicara -particularmente para Buenos Aires- sino porque no se le vio asidero. Es quizá la manifestación extrema del Belgrano iluso, capaz de desarrollar un razonamiento a partir de principios abstractos, sin cuidarse de constatar si sus conclusiones conservaban contacto con la realidad. Su discurso generoso, y su conclusión inusitada, quizá sean la mejor síntesis de la vida pública de nuestro héroe.

El triste final

Poco después retomó el mando del Ejercito del Norte, establecido en Tucumán. En su plan de emancipación continental, San Martín le había asignado una misión secundaria: apoyar a Güemes, responsable de la primera línea de defensa en el norte.

Desde entonces, la guerra de independencia transcurrió en escenarios lejanos, mientras que en el Río de la Plata arreciaba el enfrentamiento entre el Directorio y los Pueblos Libres encabezados por Artigas. Fue la etapa más dolorosa de su vida pública, sobre todo desde que debió alejarse de Tucumán. El Ejército del Norte, convocado a participar de la lucha civil, se trasladó a Santa Fe y luego a Córdoba, viviendo en la mayor penuria, pues Pueyrredón mandaba a San Martín todos los recursos disponibles. Su jefe estuvo postrado por las diversas enfermedades que había ido acumulando en su vida, a la que se a acababa de sumar la hidropesía. Finalmente delegó el mando y marchó a Buenos Aires, enfermo y pobre, para morir poco después.

¿Por qué aceptó Belgrano tan triste papel? Hay varias respuestas posibles: su fuerte sentido del deber, que lo llevaba a aceptar el destino que le dieran, fuera Londres o Santa Fe. Los lazos afectivos que había tejido en Tucumán -tema de una vida personal que en este texto no hemos querido tratar- o, más simplemente, porque era el único empleo que se le ofrecía a quien, como muchos, habiendo entrado en la carrera de la revolución con una cierta fortuna o profesión, no tenía otra alternativa que vivir de los sueldos del Estado. Fue un final triste por donde se lo mire, pero no excepcional, como lo fue, en cambio, el rápido y vigoroso reconocimiento público, apenas un año después de su muerte, que lo instaló -el primero- en el procerato argentino.

 

Notas

1. Daniel Balmaceda: Belgrano. El gran patriota argentino. Buenos Aires, Sudamericana, 2020. Tomo de Balmaceda la mayoría de los textos de Belgrano citados.

2. Lilia Ana Bertoni: Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. La construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001.

3. Tulio Halperin Donghi: El enigma Belgrano. Un héroe para nuestro tiempo. Buenos Aires. Siglo Veintiuno Editores, 2014. Cómo lo señala Marcela Ternavasio en su “Prólogo”, se trata de un Belgrano diferente, y de un magistral ensayo del género biográfico. He tomado de aquí parte de los textos citados.